En ocasiones la vida coge tal velocidad que hasta se te hace dificultoso coger el aire necesario para poder respirar con normalidad. Notas como se te oprime el pecho hasta tal punto que sufres esa desagradable sensación que te vas a ahogar. Intentas inspirar fuertemente, una y otra vez, en busca de ese aire. Pero no puedes, la velocidad te lleva, el diafragma lo tienes encogido, y empiezas a temer que esa vertiginosa velocidad sólo finalizará con una interminable caída al vacío.
Vas subida en ese tren de la vida, viendo pasar todo tan deprisa a tu alrededor. Todo pasa tan rápido que se te hace incontrolable. Intentas anclar la vista en algún punto, con la única intención de detener un instante, de poder ni siquiera contemplar una parte de tu alrededor con algo más de tranquilidad y así poder disfrutar de su experiencia. Pero no. No lo consigues y el tren no para, cada vez más acelerado, hasta que al final te levantas, vas hacia la puerta y bajas el freno de mano.
Hasta aquí hemos llegado queridos compañeros de viaje. Yo me bajo aquí. A partir de ahora, sigo mi trayecto, caminando.
A menudo el día a día, nuestros trabajos, nuestras obligaciones, nuestra familia... nos absorbe de tal manera que los días se nos pasan volando y sino somos capaces de parar de tanto en tanto en alguna estación, llegaremos al fin de nuestros días habiendo deseado haber hecho todo de otra manera. Y no hay mejor manera de vivir esta vida que ser consciente de ella en todo momento.
Quien mucho corre acaba por tropezarse. Así que, querida Gaia, sin pausa, pero sin prisa.