En las altas cumbres, donde el viento aúlla, una mujer vikinga, de mirada apagada y piel curtida, regresa de la lucha, con su espada aún manchada y el corazón cansado de batallas y heridas.
Sus ojos buscan un rastro de paz en este salvaje mundo.
Y allí, en la montaña, entre la nieve y la roca, descubre unas flores amarillas, pequeñas y frágiles, que brotan en la tierra inhóspita y fría.
La vikinga se arrodilla, sus dedos tocan los pétalos, y una pequeña sonrisa se dibuja en su rostro aguerrido ante el nacimiento de vida en ese lugar ya desolado.
Quizás la lucha no es en vano, que incluso en la batalla más cruenta y sangrienta, la belleza puede renacer.
Así que guarda una de las flores en su pecho, como un talismán contra la oscuridad y el frío. La vikinga se pone en pie, su espada al costado, y sigue su camino, con el alma encendida y el corazón mucho más ligero.
Porque ahora sabe que, aunque la guerra sea su destino, siempre habrá un rincón de luz en las altas montañas, donde las flores amarillas crecen en silencio, recordándole que aún existen motivos para la batalla.
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Cada cuál tiene sus flores amarillas....
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