Un día cogí la maleta para explorar esos mundos que de niña anhelaba a través de la ventana.
Me fui sin rumbo, sin planes. Quería verlo todo, sentirlo todo, vivirlo todo. Desde las montañas más altas hasta las playas más lejanas, desde las ciudades más modernas hasta los pueblos más antiguos, desde las culturas más diversas hasta las tradiciones más arraigadas.
En cada lugar encontré algo nuevo, algo que me sorprendió, algo que me enseñó. Conocí a personas increíbles, que me acogieron, que me inspiraron, que me acompañaron. Aprendí de sus historias, de sus costumbres, de sus sueños.
Compartí con ellos risas, lágrimas, abrazos, recuerdos. Algunas de esas personas todavía tengo el placer de tenerlas a mi lado.
Y en cada momento me di cuenta de que yo también cambiaba, de que yo también crecía, de que yo también vivía. Descubrí facetas de mí misma que no conocía, fortalezas que no sabía que tenía, pasiones que no esperaba que surgieran. Me enfrenté a retos, a miedos, a dudas, a errores. Me perdoné, me acepté, me quise, me reinventé.
Y así, sin darme cuenta, mi maleta se fue llenando de experiencias, de emociones, de aprendizajes, de recuerdos que hoy comparto con mis seres queridos. Cada una de esas experiencias es una parte de mí, una parte de mi viaje, una parte de mi vida. Y cada una de ellas me hace sentir agradecida, feliz, orgullosa, plena.
Un día cogí la maleta para explorar esos mundos que de niña anhelaba a través de la ventana. Y descubrí que el mundo más maravilloso era el que llevaba dentro y el de la gente que tenía a mi lado.
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