28 de enero de 2018

Amarga despedida



Para alguien a quien puede que le quede todavía la otra mitad de su vida por delante cada atardecer le indica el final de un día, que ya no puedes cambiar lo que hiciste las últimas 24 horas, pero al mismo tiempo también te indica que un nuevo día nacerá con nuevas oportunidades para crear o rectificar.
Pero para alguien que exhala sus últimos alientos, cada atardecer le indica que ya queda menos para el descanso eterno. Sin nuevas oportunidades, sin sueños, sin nada más que esperar ese momento, porque ni recordar puedes.
Después de tres hijos y la muerte de dos gemelas cuando tenían poco más de un año de vida, con los años llegué yo. Aquella que de alguna manera suplantó aquellas dos niñas, lo sé. Tu consentida. Aquella a la que le hacías aquel chocolate, aquella a quién cuidabas mientras sus padres trabajaban, aquella que tanto has querido. Tu princesita, tu preferida. Y ahora cuando me ves agarras fuerte mi mano, me miras, y yo sin saber ni si tan siquiera me recuerdas. Recordar lo que fuiste y ver ahora en que te has convertido, es duro muy duro. Y sigo yo también agarrando tu mano, y así pasamos minutos, horas, en silencio.
Me desgarro por dentro mientras por fuera sigo manteniendo ese pose frío que me caracteriza. Pero cada rato que te acompaño estos días, me muero también un poquito contigo.
Y entonces es cuando me escapo de casa, ni me preguntan, ya me conocen, y saben que necesito distancia, que no me gusta ni compartir ni mostrar mis penas y que no tengo mejor medicina para eso que calzarme las botas y desaparecer por los caminos de esos preciosos bosques que tengo al lado de casa. Y allí me sigo desgarrando, camino y camino como si no hubiera mañana, me enfado, me cabreo, hasta que al final exploto y no paran de regar mis mejillas esas lágrimas que tanto me cuesta sacar.
Y regreso a casa sintiéndome una mierda y regreso a verte sintiéndome la peor nieta del mundo porque pienso, porque deseo que llegue al fin ese momento. Porque odio verte así, porque en el fondo sabes lo que te está pasando, sabes que te estás muriendo, te mereces el descanso, y tu cuerpo se empeña tozuda y déspotamente en no dejarte ir y en mantenerte viva sin vida. Jopainas! Me siento como aquel niño de aquella película.
Sé que un día llegará ese atardecer sin ti, pero por ti y , por todo lo que te quiero y siempre te querré, agarraré con fuerza cada nueva oportunidad que cada nuevo amanecer me ofrezca para crear o rectificar.
Mientrastanto te acompañaré, en silencio, agarrándote la mano.
Una amarga, muy amarga despedida...

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